Óscar Ibarra Cómplices

Por Óscar Ibarra
Director General de CÓMplices
Twitter: @COMplicesCOM

El 11 de septiembre de 2001 llegué a mi casa después de correr en el bosque de Tlalpan, como hacía todas las mañanas, pero de manera absolutamente atípica tuve el impulso de encender el televisor. Lo que vi ese día cambió mi manera de ver el mundo para siempre. Acababa de estrellarse un avión comercial contra una de las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York. Antes de poder entender si era un accidente, muy pocos minutos después se estrelló otro avión contra la segunda torre.

No podía creer lo que estaba viendo, especialmente después de haber estado en el centro comercial que había en el sótano de las torres durante la celebración el año nuevo 2000, a donde fuimos mi esposa y yo con nuestras hijas a pesar de las múltiples advertencias y rumores de que algo muy malo pasaría ese nuevo año debido al cambio de milenio en los sistemas de cómputo.

Para quienes no lo sepan o no lo recuerden, se vaticinaron todo tipo de tragedias y colapsos basados en que los sistemas no serían capaces de entender que era un cambio de milenio la llegada del año 2000 y revolverían todas las cifras y estadísticas del mundo. Quizás éramos muy inocentes, pero se sentía un miedo generalizado.

Hace unos días, tuve la oportunidad de visitar el museo y memorial 9/11 en Nueva York, sitio dedicado a recordar y a explicar lo que sucedió el fatídico 11 de septiembre de 2001 cuando terroristas, bajo las órdenes de Osama Bin Laden, estrellaron aviones contra las torres gemelas y contra el pentágono.

Es un trabajo maravilloso de recreación de los hechos y logran dejar un sentimiento desgarrador en el corazón de quien lo visita. No hay duda al respecto. El vacío físico que generan las enormes fuentes exteriores con forma de cajas en las áreas en que estuvieron las torres se cuela hasta el alma, dejando una sensación del mismo vacío en el corazón.

La forma en que está montada la exhibición dentro del museo no deja espacio para suponer nada. Muestra en fotografías hasta a las personas que en la desesperación absoluta se lanzaron al vacío desde los pisos más altos de las torres, algo que nos dejó marcados a quienes tuvimos la oportunidad de presenciar en tiempo real a través de la televisión.

La forma en que se reconstruyen los hechos minuto a minuto no desvía la atención hacia ideas neutrales u opuestas a lo artero del atentado. Los pilotos terroristas vivieron durante años en Estados Unidos y estudiaron para pilotos en escuelas estadounidenses. Las autoridades nunca lo vieron venir.

Si lo vemos desde el punto de vista de storytelling es un maravilloso trabajo. Tiene todos los elementos como los héroes y los villanos y es prácticamente imposible no tomar partido. Sin embargo, después de recorrer el museo con toda su sobrecogedora información, me encuentro con una conclusión que dice “We will never forget”. Hasta aquí todo museografía y recuerdos. Tan sobrecogedor y aleccionador como puede ser la visita a Dachau, uno de los campos de concentración de la Alemania nazi.

Sin embargo, cuando pienso en la forma en que todos estos hechos han cambiado la actitud de las autoridades estadounidenses hacia el mundo, me parece que se convierte en un marketing sobresaliente y profundamente perverso. We will never forget es una sentencia que justifica casi cualquier arbitrariedad y hace que parezcan justificadas medidas como los abusos de los sistemas de seguridad aeroportuarios, la sobre vigilancia de todas las comunicaciones, el lanzamiento de misiles en Siria y hasta la ocurrencia de construir muros entre países.

We will never forget es una expresión que hoy en día justifica la violación de la privacidad de las personas, incluyendo a los ciudadanos estadounidenses, y de sus más elementales derechos humanos.

We will never forget es una reason to believe que puede adquirir alcances inimaginables. Veamos hasta dónde son capaces de llevarlo en aras de mantener el american way of life.

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